Meditaciones: domingo de la 3.ª semana de Cuaresma (ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la tercera semana de Cuaresma. Los temas propuestos son: los mandamientos, agua que sacia nuestra sed de felicidad; los ídolos, sucedáneo de Dios; la cruz redimensiona nuestra escala de valores.

- Los mandamientos, agua que sacia nuestra sed de felicidad.

- Los ídolos, sucedáneo de Dios.

- La cruz redimensiona nuestra escala de valores.


LA PRIMERA lectura del tercer domingo de Cuaresma, tomada del libro del Éxodo, nos presenta a Dios promulgando el Decálogo. El contexto es solemne y estremecedor. Hay momentos en la Sagrada Escritura en los que Dios habla de un modo cálido y cercano, como el susurro de la brisa (cfr. 1 Re 19,11). En esta ocasión, sin embargo, se manifiesta con estruendo de truenos, relámpagos y fuego: «La voz del Señor lanza llamas de fuego, la voz del Señor sacude el desierto» (Sal 28 [29], 7-8). Dios habla como el Creador de cielos y tierra, como el hacedor del hombre, y transmite a través de Moisés sus mandamientos. Y lo hace en forma de prohibiciones.

Es lógico que nosotros experimentemos cierta zozobra ante esta manifestación de Dios. Podríamos pensar que con sus mandamientos quiere privarnos de ciertos bienes y limitar nuestra libertad. De este modo, Dios se convierte en un propietario desconfiado, un competidor insaciable que conviene aplacar. Aunque este recelo pueda presentarse en nosotros con persistencia, nada es más lejano del rostro divino. Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza y quiere compartir su vida con nosotros para hacernos partícipes de su plenitud. Él no se complace «en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva» (Ez 33, 11).

A nosotros nos parece que para vivir en plenitud no necesitamos ninguna indicación. Pero nuestra propia experiencia nos muestra que muchas veces acabamos realizando el mal que no queremos y rechazando el bien que realmente deseamos (cfr. Rm 7,19). Dios, con sus mandamientos, nos ofrece un agua que apaga nuestra «sed de verdad, de gozo, de felicidad y de amor»[1]; en definitiva, un camino hacia la vida en plenitud trazado por aquel que nos ha creado y que conoce nuestras aspiraciones más profundas. Por el contrario, el demonio quiere sembrar la sospecha sobre los mandamientos, presentando a Dios como enemigo de la vida. Así hizo con nuestros primeros padres, así intentó hacer con Jesús en el desierto y así sigue obrando hoy en día. Nosotros podemos reaccionar contra esta insinuación uniéndonos al sentimiento del salmista: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma (…). Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos» (Sal 18 [19], 8-9).


«NO TE fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto» (Ex 20, 4-5). A la largo de todo su peregrinar, el pueblo de Israel afrontará repetidas veces la tentación de la idolatría, la sugestión de reemplazar a Dios por creaciones humanas, por realidades que pueden controlarse. Y esa es la tentación más grande: «Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas»[2]. Los ídolos nos ofrecen cierta seguridad, son un sucedáneo de Dios que en un primer momento podemos controlar a nuestro antojo. Sin embargo, tarde o temprano acaban esclavizándonos, pues nos dificultan disfrutar del amor divino y de las relaciones que tejen nuestra existencia.

La idolatría, en cualquiera de sus formas, impide entender la lógica de Dios y cómo el hombre puede posicionarse ante él. Una lógica que es gratuidad, don incondicional, y que reclama de cada uno la confianza y el desprendimiento del afán de seguridades que no provengan de él. Jesús, en el Evangelio de este domingo, reprocha con dureza a los mercaderes del Templo que hayan convertido la casa de Dios en un mercado. Además de haber alterado el fin de ese lugar dedicado a la oración, una de las características de un sitio así –como es un mercado– es que uno puede adquirir cosas con sus propios medios. Uno tiene la seguridad de que a tal cantidad de dinero corresponde un cierto bien. El comprador tiene derechos y expectativas, mide muy bien el riesgo, traza nítidamente su posición frente al vendedor. Es triste que la relación del hombre con Dios se convierta en un mercado, cuando está llamada a ser algo mucho más grande: el Señor nos invita a purificar nuestras seguridades, a no pretender controlar nosotros los resultados de nuestra lucha, a no querer comprar nuestra salvación, a arriesgar. Nuestra salvación, la plenitud de vida a la que él nos llama, tiene en cuenta lo que podemos hacer; al mismo tiempo, eso consiste en responder tratando de abrirnos a su gracia, dejando hacer un poco más a Dios en nosotros: solamente él, y no los ídolos, puede saciar nuestros anhelos de felicidad más profundos.


EN EL MONTE Calvario caen como hojas muertas todas las idolatrías. Ningún ídolo es capaz de mantenerse en pie ante la cruz de Jesús. Por eso san Pablo exclama a los habitantes de Corinto: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados –judíos o griegos–, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co, 22-24).

Con frecuencia se tiende a exaltar desmedidamente el éxito, el poder, la abundancia material, el placer, la ausencia de contrariedades… Sin embargo, el sacrificio de Cristo redimensiona nuestra escala de valores. La cruz nos muestra que en ocasiones lo aparentemente débil es fuerte; que tal vez los fracasos encierran semillas de victoria; que quizá lo que aparece muerto e inerte contiene en cambio un principio de vida; que el dolor puede tener un significado y engendrar vida. En definitiva, que cada uno de nuestros esfuerzos por dar más espacio a la gracia en nuestra vida harán brotar en nosotros la vida eterna. «Por su pasión y su muerte en la cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces este nos configura con él y nos une a su pasión redentora»[3].

A veces podemos experimentar cierta impotencia ante el dolor propio o de un ser querido. En esos momentos, nos puede llenar de consuelo saber que el sufrimiento también se hizo presente en la vida del Hijo de Dios. «El dolor entra en los planes de Dios –comentaba san Josemaría–. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (…) Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida»[4]. La Virgen María, a quien tampoco se le ahorró el dolor de ver morir a su Hijo, nos podrá ayudar a darle un sentido a las contrariedades que surjan en nuestra vida.


[1] San Juan Pablo II, Mensaje, 4-X-1989.

[2] Francisco, Mensaje, 1-II-2024.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1505.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 168.