La ternura de Dios (VI): Una serena atención: las obras de misericordia espirituales

Las obras de misericordia espirituales atienden al hambre y a la sed, a la desnudez y al desamparo, a la enfermedad y a la cautividad que experimenta, en tantas formas diversas, el corazón humano.

La Iglesia tiene la sabiduría de una buena madre, que sabe lo que necesitan sus hijos para crecer sanos y fuertes, en el cuerpo y en el espíritu. Con las obras de misericordia, nos invita a descubrir siempre de nuevo que tanto el cuerpo como el alma de nuestros hermanos los hombres necesitan de cuidados, y que Dios nos confía a cada uno esa custodia atenta. «El objeto de la misericordia es la misma vida humana en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto “carne” está hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo (…). Nuestra vida misma, en cuanto “espíritu”, necesita ser educada, corregida, animada, consolada (…). Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros»[1].

Aun con el peso que llevemos a nuestras espaldas, Dios espera que nuestro corazón se conmueva como el suyo, que no se insensibilice ante las necesidades de los demás.

Vamos a considerar ahora las obras espirituales, que atienden al hambre y a la sed, a la desnudez y al desamparo, a la enfermedad y a la cautividad que experimenta, en tantas formas diversas, el corazón humano: formas de mendicidad espiritual que a todos nos aquejan, y que descubrimos también, si no nos dormimos, a nuestro alrededor[2]. Aun con el peso que llevemos a nuestras espaldas, Dios espera que nuestro corazón se conmueva como el suyo, que no se insensibilice ante las necesidades de los demás. «En medio de tanto egoísmo, de tanta indiferencia –¡cada uno a lo suyo!–, recuerdo aquellos borriquitos de madera, fuertes, robustos, trotando sobre una mesa... –Uno perdió una pata. Pero seguía adelante, porque se apoyaba en los otros»[3].

La misericordia de todos los días

San Josemaría recordaba en una ocasión su alegre experiencia de generosidad cristiana, confirmada a lo largo de los años: «conozco miles de estudiantes (…) que han renunciado a construirse su pequeño mundo privado, dándose a los demás mediante un trabajo profesional, que procuran hacer con perfección humana, en obras de enseñanza, de asistencia, sociales, etc., con un espíritu siempre joven y lleno de alegría»[4]. Donde hay un cristiano que se reconoce «como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar», encontramos «la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades»[5]. «Hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante curriculum, de una lucida carrera»[6]. Es lógico que nos ilusionemos con los horizontes que se abren ante nosotros en nuestro trabajo; pero esa ilusión, si no quiere ser delirio –«vanidad de vanidades» (Qo 1,2)–, debe estar inspirada por la pasión de iluminar las inteligencias, pacificar las tensiones, confortar los corazones.

Todos incidimos de un modo u otro en la cultura y en la opinión pública: no solo los escritores, los profesores o los profesionales de la comunicación. Cada uno a su modo puede hacer mucho por «enseñar al que no sabe», «dar buen consejo al que lo necesita» y «corregir al que se equivoca»: a quienes son víctimas, aun sin saberlo, de la superficialidad o de las ideologías; a quienes tienen sed de saber, de beber de las fuentes de la sabiduría humana y divina; a quienes no conocen a Cristo, «ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina»[7] El esfuerzo por pensar la fe, de modo que se perciba el resplandor de la verdad; la disposición a complicarse la vida organizando medios de formación en los contextos más diversos; la ilusión por dar forma cristiana a la propia profesión, purificándola de abusos y abriéndole horizontes; el interés de los profesores por hacer crecer a sus alumnos; la iniciativa para orientar con nuestra experiencia a quienes se abren paso en el mundo profesional; la disposición a ayudar o aconsejar a los colegas en sus dificultades; el apoyo a los jóvenes que no se deciden a formar una familia a causa de la precariedad de sus condiciones de trabajo; la nobleza y la valentía de «corregir al que se equivoca»… Estas, y otras actitudes que van mucho más allá de éticas minimalistas, dan forma a la misericordia ordinaria que Dios pide a los cristianos de la calle.

El terreno habitual de la misericordia es un día a día del trabajo regido por la pasión de ayudar: ¿qué más puedo hacer? ¿a quién más puedo implicar?

Aunque sin duda conviene dar vida a proyectos allí donde tengamos posibilidad de dar una mano, el terreno habitual de la misericordia es un día a día del trabajo regido por la pasión de ayudar: ¿qué más puedo hacer? ¿a quién más puedo implicar? Todo esto es misericordia en acto, sin horarios, sin cálculos: «una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo –misericordiar y ser misericordiados–»[8].

Arropar la debilidad del otro

Este binomio –misericordiar y ser misericordiados– se hace eco de la bienaventuranza más específica de este año jubilar: «bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7): se abrirá paso en ellos la misericordia, porque al darla la recibirán de lo alto. El genio de Shakespeare lo sintetizó así: «La misericordia no es obligatoria; cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la concede y al que la recibe»[9].

A los misericordiosos, pues, el Señor no les promete solo clemencia y comprensión al final de sus días, sino también una medida generosa de dones –el ciento por uno (Mt 19, 29)– para esta vida: el misericordioso percibe más intensamente cómo Dios le perdona y le comprende; se alegra a su vez perdonando y comprendiendo, aunque duela; y experimenta también la alegría de ver cómo la misericordia de Dios se contagia, a través de él, a los demás. «Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Co 1,25). Cuando ahogamos el mal con abundancia de bien; cuando evitamos que la dureza de los demás nos endurezca el corazón, y no respondemos a la frialdad con más frialdad; cuando nos resistimos a volcar sobre quienes nos rodean nuestras dificultades; cuando nos esforzamos por sobreponernos a nuestra susceptibilidad y a nuestro amor propio, entonces libramos «las batallas de Dios (…). No hay más remedio que tomarse con empeño esta hermosísima guerra de amor, si de verdad queremos conseguir la paz interior, y la serenidad de Dios para la Iglesia y para las almas»[10].

Otra de las obras de misericordia espirituales consiste en «sufrir con paciencia los defectos de los demás». No se trata solo de no poner en evidencia al otro, de no señalarle con el dedo: la misericordia arropa la debilidad del otro, como los hijos de Noé[11], aunque al arroparle note el «olor» de sus defectos. Una misericordia distante no sería misericordia. El «olor a oveja»[12] –porque todos en la Iglesia somos «oveja y pastor»[13]– no suele ser agradable, pero exponerse a él es un sacrificio que, realizado sin aspavientos, sin que se note, tiene un aroma muy agradable a Dios: el bonus odor Christi[14]. «Cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto» (Mt 6,17-18)

La misericordia invierte una fácil tendencia a ser exigentes con los demás, y transigentes con nosotros mismos.

La misericordia invierte una fácil tendencia a ser exigentes con los demás, y transigentes con nosotros mismos. Descubrimos entonces con frecuencia que lo que nos parecía un defecto era simplemente una etiqueta que habíamos puesto al otro, quizá por un episodio aislado, o por una impresión a la que habíamos dado demasiada importancia; un «juicio sumario» que cristalizó, y que nos impide verle como es, porque percibimos solo esa cara negativa, ese rasgo hinchado por nuestro amor propio. La misericordia de Dios nos ayuda a evitar y, en su caso, a levantar esos dictámenes severos, de los que a veces no somos demasiado conscientes. También aquí rige aquella sentencia tan sabia de Tertuliano de que «dejan de odiar quienes dejan de ignorar, desinunt odisse qui desinunt ignorare»[15]. Un reto de la misericordia ordinaria, pues, es conocer mejor a quienes nos rodean, y evitar etiquetarles: padres, hijos, hermanos; vecinos, colegas... Además, cuando comprendemos a una persona, cuando no desesperamos de ella, la ayudamos a crecer; y en cambio, la fijación en las insuficiencias produce una tensión, un agarrotamiento con el que difícilmente brota lo mejor de cada uno. Toda nuestra relación con los demás, especialmente en la familia, debe ser «un “pastoreo” misericordioso»: sin paternalismos, «cada uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro»[16]

Hace falta también misericordia para llevar sin resentimiento la dureza con la que los demás a veces puedan tratarnos. No es fácil querer cuando uno recibe coces o indiferencia, pero «si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?» (Mt 5,47). El aire cristiano no se caracteriza solo por la mutua comprensión sino también por la disposición a reconciliarse cuando fallamos o cuando nos tratan con desdén. La actitud sincera de «perdonar las ofensas» es la única vía para romper las espirales de incomprensión que vemos alzarse a nuestro alrededor y que son, casi siempre, espirales de desconocimiento mutuo. No es esta una actitud idealista para ingenuos que no están en contacto con la mezquindad o con el cinismo, sino «fuerza de Dios» (1 Co 1, 19): una brisa suave, capaz de derrumbar las estructuras más imponentes.

Enviados a consolar

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Co 1,3-4). El cristiano sufre como los demás hombres; sufre a veces más por las incomprensiones o por las dificultades que le crea su fidelidad a Dios[17]; pero a la vez los sufrimientos se le hacen más ligeros, porque tiene el consuelo de su Padre. «Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!»[18] El consuelo que Dios nos da nos hace capaces de consolar; nos envía al mundo a consolar, porque «nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor»[19].

Una de nuestras alegrías en el cielo será descubrir el bien que hizo a tantas personas una brevísima oración en medio del ajetreo del tráfico o del transporte público.

Para «consolar al que está triste» es necesario aprender a leer las necesidades de los demás. Hay personas que están tristes porque experimentan la «amargura que proviene de la soledad o de la indiferencia»[20]; otras porque están sometidas a mucha tensión y necesitan descansar: se tratará de acompañarles y, a veces, de enseñarles a descansar, porque nunca aprendieron ese arte. Un buen hijo de Dios procura emular la tarea discreta del verdadero Consolador, «descanso en el trabajo, alivio en el calor, consuelo en el llanto»[21]: atender a los demás sin hacerles notar que les estamos dedicando tiempo, sin que tengan la impresión de que les concedemos audiencia, o de que les gestionamos. «Estamos hablando de una actitud del corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido»[22] Un hijo de Dios camina por la existencia con la convicción profunda de que «cada persona es digna de nuestra entrega»[23]: la sonrisa, la disposición a ayudar, el interés verdadero por los demás, también por aquellos a quienes ni siquiera conocemos, pueden cambiarles el día, y a veces la vida.

Con todos, conocidos y desconocidos, nuestra misericordia encontrará un «cauce ancho, manso y seguro»[24] en la oración: «Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios»[25]. Por eso la Iglesia nos alienta a «rogar a Dios por vivos y difuntos». Una de nuestras alegrías en el cielo será descubrir el bien que hizo a tantas personas una brevísima oración en medio del ajetreo del tráfico o del transporte público, a veces quizá como respuesta misericordiosa a un gesto poco amable; la esperanza que Dios inspiró, por nuestra intercesión, a quienes sufrían por cualquier motivo; el consuelo que recibieron vivos y difuntos por nuestro recuerdo –memento– en la Santa Misa, metidos en la oración de Jesús al Padre, en el Espíritu Santo.

Acabamos así este breve recorrido por las obras de misericordia, que son en realidad «infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas –las de la vida misma–: cuando las manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza»[26].

Carlos Ayxelá


[1] Francisco, 3ª meditación en el Jubileo de los sacerdotes, 2-VI-2016.

[2] El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica las enumera así: enseñar al que no sabe; dar buen consejo al que lo necesita; corregir al que yerra; perdonar las injurias; consolar al triste; sufrir con paciencia los defectos de los demás; rogar a Dios por vivos y difuntos.

[3] San Josemaría, Forja, 563.

[4] San Josemaría, Conversaciones, 75.

[5] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), 273.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, 76.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 179.

[8] Francisco, 1ª meditación en el Jubileo de los sacerdotes, 2-VI-2016.

[9] W. Shakespeare, El mercader de Venecia, Acto IV, Escena I. Cfr. Francisco, Mensaje para la 50 Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24-I-2016.

[10] San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, II-1972, citado en Es Cristo que pasa, Edición crítico-histórica preparada por Antonio Aranda, Rialp 2013, 8d.

[11] Cfr. Gn 9,22-23.

[12] Francisco, Homilía, 28-III-2013.

[13] Cfr. Javier Echevarría, Carta Pastoral, 1-VIII-2007.

[14] Cfr. 2 Cor 2,15.

[15] Tertuliano, ad Nationes, 1, 1. También San Agustín aborda esta cuestión en In Evangelium Ioannis Tractatus, 89 y 90.

[16] Francisco, Ex. Ap. Amoris Laetitia (19-III-2016), 322.

[17] Los salmos se hacen eco con frecuencia de esta dificultad del creyente. Cfr. p.ej. Sal 42 (41),10-12; 44 (43),10-26; 73 (72).

[18] Via Crucis, VII estación, 3.

[19] Francisco, Evangelii Gaudium, 265.

[20] San Josemaría, Discurso en el Centro ELIS, con motivo de su inauguración, 21-XI-1965 (en Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, Pamplona, Eunsa 1993, 84).

[21] Misal Romano, Pentecostés, Secuencia Veni Sancte Spiritus

[22] Francisco, Enc. Laudato si’ (24-V-2015), 226

[23] Francisco, Evangelii Gaudium, 274.

[24] Amigos de Dios, 306.

[25] Catecismo de la Iglesia Católica, 2635.

[26] Francisco, 3ª meditación en el Jubileo de los sacerdotes, 2-VI-2016. Cfr. Mt 13,31-32; 14,19-20.